LS 67. La Tierra nos precede, es del Señor

67. No somos Dios. La tierra nos precede y nos ha sido dada. Esto permite responder a una acusación lanzada al pensamiento judío-cristiano: se ha dicho que, desde el relato del Génesis que invita a «dominar» la tierra (cf. Gn 1,28), se favorecería la explotación salvaje de la naturaleza presentando una imagen del ser humano como dominante y destructivo. Esta no es una correcta interpretación de la Biblia como la entiende la Iglesia. Si es verdad que algunas veces los cristianos hemos interpretado incorrectamente las Escrituras, hoy debemos rechazar con fuerza que, del hecho de ser creados a imagen de Dios y del mandato de dominar la tierra, se deduzca un dominio absoluto sobre las demás criaturas. Es importante leer los textos bíblicos en su contexto, con una hermenéutica adecuada, y recordar que nos invitan a «labrar y cuidar» el jardín del mundo (cf. Gn 2,15). Mientras «labrar» significa cultivar, arar o trabajar, «cuidar» significa proteger, custodiar, preservar, guardar, vigilar. Esto implica una relación de reciprocidad responsable entre el ser humano y la naturaleza. Cada comunidad puede tomar de la bondad de la tierra lo que necesita para su supervivencia, pero también tiene el deber de protegerla y de garantizar la continuidad de su fertilidad para las generaciones futuras. Porque, en definitiva, «la tierra es del Señor » (Sal 24,1), a él pertenece « la tierra y cuanto hay en ella » (Dt 10,14). Por eso, Dios niega toda pretensión de propiedad absoluta: «La tierra no puede venderse a perpetuidad, porque la tierra es mía, y vosotros sois forasteros y huéspedes en mi tierra» (Lv 25,23).

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Hace unos meses proponíamos, en el video que acompaña a la entrada sobre LS 45, la canción «A desalambrar», una canción que invitaba a reflexionar y actuar por la justicia, una justicia de distribución real de los bienes de la Tierra. Hoy la recordamos con la intención de traspasarla, de ir más allá, atendiendo a la invitación del texto de la Laudato si en el párrafo 67.

La Tierra no es de nadie. Ni del que la trabaja, ni del que tiene más. La Tierra es de Dios, estaba antes que nosotros y, probablemente, continúe más allá del tiempo que podamos durar como especie. Como criaturas de Dios, hemos recibido este don que deberíamos utilizar agradecidos, y no apropiárnoslo de forma exclusiva. Deberíamos entenderlo como bien común, como un bien para todos destinado a ser no sólo compartido, sino también a ser vivido y usado en común.

Esto evidentemente pasa por una distribución justa y equitativa de la Tierra, sin abandonar la necesaria corrección compasiva cuando sea necesaria (como nos enseña la tradición del «año de gracia del Señor»); pero no para llegar a una propiedad personal y excluyente, sino para «labrarla y cuidarla» junto a otros seres humanos, para ubicarnos en ella como entorno de nuestra vida, para disfrutar de la vida que, en su seno, nos es regalada: una vida agradecida, una vida plena de encuentro y relación, una vida enriquecida en humanidad y naturaleza, y no en posesión y exclusión.

Y es que estamos aquí de paso, como nos canta Jorge Drexler. «No somos Dios. La Tierra nos precede y nos ha sido dada… La Tierra es del Señor». Vayamos un paso más allá de la revolución, y abrámonos a una Tierra que es más grande que nosotros. Mucho más.

Miguel Ángel

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