Las lecturas que nos ofrece la Iglesia en el día de hoy, festividad de la Inmaculada Concepción, nos hablan de responsabilidad humana en diversas formas. Por un lado, la lectura del Génesis, del pecado original, nos habla de las redes de responsabilidad de irresponsabilidad colectiva que suelen caracterizar a las «malas» obras, donde es fácil encontrar excusas y hasta culpables ajenos a uno mismo. Ante este tipo de situaciones (de corrupción generalizada, de indiferencia global, de pasotismo institucionalizado), que toleran la injusticia sistémica y la catástrofe ecológica en la que, tantas veces, nos vemos envueltos, sólo caben opciones valientes y personalizadas que asumen la necesidad de dar respuestas concretas y la convierten en responsabilidad personal.
Algo así como lo que hace María de Nazaret, ante la petición del ángel: «Hágase en mí según tu palabra». Yo asumo la responsabilidad. Aquí estoy para hacer lo que sea necesario. Como después han hecho tantos y tantas a lo largo de la historia, encontrando en esa asunción de responsabilidad su plenitud personal. A todos ellos la carta a los efesios les denomina «alabanza de la gloria» de Dios.
Él nos llama a todos a ser santos e irreprochables. A ser lo que tenemos que ser, lo que él quiere para nosotros. A dejarnos llenar por su gracia. A cuidar la casa común y a todos los que la comparten junto a nosotros, incluso cambiando hábitos dañinos de vida. A asumir nuestra responsabilidad con radicalidad, y no a rehuirla y diluirla en excusas y descargos que desvían el peso de la realidad a otros, en muchos casos a otros anónimos y desconocidos. Porque así se queda uno más tranquilo. Pero no más realizado.