Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 7, 18-24
Hermanos:
Sé que lo bueno no habita en mi, es decir, en mi carne; en efecto, querer está a mi alcance, pero hacer lo bueno, no.
Pues no hago lo bueno que deseo, sino que obro lo malo que no deseo. Y si lo que no deseo es precisamente lo que hago, no soy yo el que lo realiza, sino el pecado que habita en mi.
Así pues, descubro la siguiente ley: yo quiero hacer lo bueno, pero lo que está a mi alcance es hacer el mal.
En efecto, según el hombre interior, me complazco en la ley de Dios; pero percibo en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi razón, y me hace prisionero de la ley del pecado que está en mis miembros.
¡Desgraciado de mi! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? ¡Gracias a Dios, por Jesucristo nuestro Señor!
Palabra de Dios
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¿Quién no ha vivido en sus carnes la contradicción a la que alude Pablo? ¿Quién no se ha descubierto, en más de una ocasión, queriendo hacer una cosa y viviendo la resistencia real del sí mismo a hacerla, saber por dónde hay que caminar y tirar, sin embargo, por otros derroteros? Es una experiencia humana, muy humana, que puede llevarnos por amargos derroteros si no la integramos bien.
El ser humano es capaz de abrirse por encima de sus propias posibilidades, y de la misma realidad que le rodea, para poder incluso llegar a juzgarla, llegar a juzgarse. Hablamos con frecuencia de conciencia para denominar esta habilidad. Pero lo cierto es que, a veces, nos trae por la calle de la amargura.
Y o bien asumimos esa realidad y esa contradicción, que revela a la vez la fragilidad del ser humano y, también, su capacidad extraordinaria de colocarse por encima de lo que es, o corremos el riesgo de caer en la represión y la neurosis, en la angustia vital…
San Pablo nos garantiza que hay posibilidad, que hay esperanza: Dios ha asumido nuestra realidad de forma íntegra y le ha dado sentido en el seno de su amor, en el seno de su entrega en Jesucristo. Asumirse, pues, no es más que ponerse en la dinámica de Dios, en sus brazos amorosos. Acoger, ni más ni menos, lo que Dios ha querido que sea la vida.
En sus manos quedamos…
Miguel Ángel