18. A la continua aceleración de los cambios de la humanidad y del planeta se une hoy la intensificación de ritmos de vida y de trabajo, en eso que algunos llaman «rapidación». Si bien el cambio es parte de la dinámica de los sistemas complejos, la velocidad que las acciones humanas le imponen hoy contrasta con la natural lentitud de la evolución biológica. A esto se suma el problema de que los objetivos de ese cambio veloz y constante no necesariamente se orientan al bien común y a un desarrollo humano, sostenible e integral. El cambio es algo deseable, pero se vuelve preocupante cuando se convierte en deterioro del mundo y de la calidad de vida de gran parte de la humanidad.
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Todos sabemos lo que supone conducir a gran velocidad: la posibilidad de llegar antes, pero también la posibilidad de no llegar, de salirse en una curva y no poder adaptar la marcha al camino que va apareciendo, de no poder frenar y «comerte» el obstáculo, de no poder mirar siquiera nada de lo que pasa a tu alrededor, de quemar más gasolina y aumentar el gasto en combustible, de ser un peligro para los demás… ¡Y si al menos uno supiera muy bien a dónde quiere llegar!
Éste es el gran drama que refleja el papa en este párrafo de la encíclica: que vivimos la vida corriendo, pasando a ser esclavos de nuestra propia velocidad. Pero también de la velocidad de los demás, en una red de esclavitudes que entre todos nos vamos tejiendo.
Abundan las reflexiones al respecto, pero… ¿querremos salirnos de esa «rapidación»?