12. Por otra parte, san Francisco, fiel a la Escritura, nos propone reconocer la naturaleza como un espléndido libro en el cual Dios nos habla y nos refleja algo de su hermosura y de su bondad: «A través de la grandeza y de la belleza de las criaturas, se conoce por analogía al autor» (Sb 13,5), y «su eterna potencia y divinidad se hacen visibles para la inteligencia a través de sus obras desde la creación del mundo» (Rm 1,20). Por eso, él pedía que en el convento siempre se dejara una parte del huerto sin cultivar, para que crecieran las hierbas silvestres, de manera que quienes las admiraran pudieran elevar su pensamiento a Dios, autor de tanta belleza. El mundo es algo más que un problema a resolver, es un misterio gozoso que contemplamos con jubilosa alabanza.
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No hay que irse muy lejos. En cualquier esquina, el mundo se nos presenta magnífico, sobrecogedor, abundante. Algo misterioso brota de él: sólo hay que tener ojos para verlo, oídos para escucharlo y sensibilidad para sentirlo. Y Francisco, el de Asís, los tuvo, e hizo de ello fuente para su fe y para su vida.
Frente a la mentalidad analítica, que separa y divide para conocer mejor, nos hace falta una percepción sintética, de sentido, de universo. ¿Somos capaces de intuir lo que el mundo es, o más bien hemos de darnos cuenta de que, como realidad, nos supera, por mucho que intentemos conocerla y dominarla?
Se puede ser científico y religioso a la vez. Basta con seguir asombrándose de lo que uno descubre día a día. Y la vida, la naturaleza, es un descubrimiento continuo si uno se asombra continuamente ante ella.